domingo, 16 de diciembre de 2007

El crepitar de las llamas


Esta mañana he encendido la chimenea. Sé que no hace frio para tenerla encendida desde por la mañana pero no he podido resistirme a la tentación de escribir tras el reflejo naranja y azul que provocan las llamas. La chimenea, siempre quise tener una. Cuando tenía once años nos mudamos a una casa más grande, con chimenea. Me dolió terriblemente tener que dejar atrás el viejo limonero del patio de mi antigua casa. Era bajito y frondoso, mucho, tanto que sus ramas invadían parte de la azotea de mi vecina, pero no importaba, ella se beneficiaba de nuestros limones, nosotros de su espacio, y ambos éramos felices.
El limonero, extendía su copa ancha por todo el patio, este no era demasiado grande aunque sí más que los pequeños patios encapsulados que venden ahora en las viviendas unifamiliares, era irregular, imperfecto, un cuadrilátero que parecía un triángulo mal acabado, cuyo toldo, techo y protección eran las ramas siempre verdes del limonero. Yo no quería dejarlo allí, no quería marcharme sin el árbol bajo el que tantas cosas habían venido a mi cabeza, sin el árbol de mis juegos, sin la jungla de mis fantasías. Mi padre me dijo que no podíamos llevarlo con nosotros, que ese era su hogar y que de sacarlo podría morir ... y me habló de la nueva casa, y de su chimenea.

En la nueva casa había dos patios, uno de ellos era perfecto para plantar el nuevo limonero que mi padre me había prometido. Nunca llegó a plantarlo. Cambié el primero por una chimenea, el segundo por una piscina de plástico desmontable para los calurosos veranos que se avecinaban, y los limones de mi casa dejaron poco a poco de ser tan amarillos, tan ácidos, tan refrescantes, y comenzaron a parecerse cada vez más a los que venden en una red en los supermercados, a los que mullidos y gordos, clavas el cuchillo y se desinflan como un globo dejando apenas unas gotitas de su sabor en el plato.
Pero teníamos una chimenea, grande, de mármol blanco y gris, en el salón de mi nueva casa. Nos mudamos para primavera, para cuando el calor empieza a apretar por aquellas tierras, para cuando te levantas con la ilusión de que el sol ya está fuera y te acompañará camino del colegio, para cuando las hormigas salen de su escondite favorito y empiezan a pulular por los patios del colegio en busca de las migas del bocadillo ... nos mudamos en primavera y aún quedaban por salir las flores a relucir y un largo y bochornoso verano antes de que las llamas danzasen dentro de mi chimenea vacía y las ramas, quizá de algún limonero, cantasen y crujiesen al compás de la danza roja y naranja.

Y llegó el frió, un frío otoñal de puertas cerradas y calles vacías, un frío de colegios y estufas, de zapatos con cordones, de bufandas a cuadros y leche calentita. La chimenea de mi casa seguía apagada. Un brasero bajo la mesa daba calor a mis pies mientras hacía los deberes, miraba la llama de mi imaginación con añoranza pero mi madre daba mil razones para que el calor que llegase hasta nosotros dependiese de un enchufe: Trabajo toda la mañana, no os voy a dejar a ti y a tu hermana mientras hago los recados con el fuego encendido, en la noche ya es tarde y tenemos que acostarnos ... Empecé a pensar que aquel precioso agujero en la pared de mi casa nueva no era más que un obsoleto objeto decorativo cuya apariencia me había embaucado y hecho abandonar el rey de mis juegos infantiles miserablemente.

La mañana del 22 de Diciembre de aquel año, me levanté como cada día temprano, a pesar de que no teníamos colegio. Me encantaba sentarme en el salón a desayunar mientras se escuchaba de fondo una cancioncilla pegadiza que repartía millones e ilusiones cada mañana un día como aquel: Ciento veinticinco mil pesetas ... Pensé que mi madre estaba haciendo chocolate, y que este se había quedado pegado al cazuelo ya que el olor a humo subía escalera arriba, como una mano pseudo invisible que golpeara la puerta de mi habitación.
Mi madre había encendido la chimenea "Para probar como va, como lleva tanto tiempo apagada ... la encenderemos todo el día en Navidad" Y yo me quedé embobada mirando las llamas, los colores, la danza, el crujir de leña ... y me dio un dolor de cabeza horrible, porque no saqué de allí mi cara en todo el día, pero siempre había sospechado que me encantaría, y fue algo más que eso, me hechizó.

Asumí que en mi casa solo se encendería la chimenea para Navidad, y así ha sido todos estos años. Ahora, en mi pequeño apartamento, tengo una chimenea que acabo de encender, y solo cerrar los ojos, ha plegado los muebles de mi piso, ha colgado de las paredes los cuadros del salón de mi casa y me ha devuelto a la primera vez que pude disfrutar de una chimenea durante todo el día, en mi propia casa.
Si cierro bien los ojos e inspiro profundamente, puedo oírlo de nuevo: Ciento veinticinco mil pesetas!!!!