martes, 17 de julio de 2007

Ojos que no ven


Ayer hizo uno de esos días asfixiantes, uno de esos de calor húmedo y empalagoso que se pega a tu piel y te hace tener continuamente la sensación de ser una escultura barnizada que espera secar su última capa en cualquier momento.
Ayer, mientras intentaba buscar aparcamiento, no paraba de pasar gente por delante y por detrás de mí, con sus colchonetas hinchables, sus toallas de spiderman, las raquetas playeras y un sinfín de objetos de los denominados “domingueros”.
Ayer, cuando conseguí por fin aparcar el coche y llegué a casa, dediqué lo que quedaba de mañana a leer algunos blogs y a depilarme las piernas con la Epilady, que ya empezaban a asomar algunos pelillos más de la cuanta y más vale atacarles cuando aún son pequeños e indefensos que cuando se convierten en un ejercito de tipos larguiruchos y fibrosos dispuestos a entablar batalla con cualquier motorcillo que los amenace.
Ayer, cuando por al fin me duché y me senté a comer viendo la tele, me encontré con un telediario lleno de cadáveres, con una nueva masacre en Irak, con hijos destruidos y envueltos en sangre, con madres que se pegaban en la cara cegadas por el dolor, la ira y la impotencia. La gente corría desesperada, portando cadáveres y heridos amputados mientras el caos reinaba en forma de humo y fuego, las ambulancias no daban abasto a recoger malheridos y los hospitales no encontraban hueco, ni médicos, ni quirófanos, ni palabras para describir lo que allí se vive un día sí y otro también.
Ayer, me bastó con pulsar una sola tecla de mi mando a distancia, ya casi roto y con las pilas sueltas, para que el horror desapareciese ante mis ojos, para poder comerme el filete de pollo tranquila, para poner las piernas sobre la mesa y ponerme a leer un rato antes de echarme la siesta.
Mientras, el mundo sigue girando, y a cada vuelta siguen ocurriendo cosas que a cada individuo le parecen más o menos importantes, más o menos relevantes. Las parejas se dejan y se reconcilian, las palomas se cagan en tu coche recién lavado, la cajera de cualquier supermercado no tiene claro si le renovarán el contrato y no le salen las cuantas para la hipoteca.
Ayer, antes de dormir y caer rendida en los brazos de Morfeo, repasé las cosas que había vivido durante el día. Entonces, me dormí susurrando una frase que mi madre me enseñó cuando era pequeña y que he querido aplicar en algún que otro fracaso amoroso: Ojos que no ven, corazón que no siente.