lunes, 16 de julio de 2007

Agua


Londres es conocida por casi todos como la ciudad de la niebla, en realidad esta ya no existe, no al menos como existía antes, aunque todos seguimos reconociéndola por ese sobrenombre. En realidad la niebla, aunque presente en épocas anteriores, pasó a ser un sello característico de esta ciudad en la época victoriana, donde el propio clima de Londres unido al humo de miles de chimeneas en mal estado, crearon un manto de humo espeso que cubría la ciudad, donde acechaban asesinos insaciables como Jack el destripador. Lo cierto es que Londres ya no es esa ciudad espesa y casi blanca que Connan Doyle nos muestra en las aventuras del Sr. Holmes, o Stevenson con su Dr. Yekill & Mr. Hyde. Por supuesto, como todas las grandes ciudades, sigue siendo una ciudad contaminada pero a causa de otros elementos donde no interviene de manera tan patente la quema de carbón mineral y dejando un paisaje mucho más despejado, que no quiere decir más respirable, no nos engañemos.
Lo que sí que tiene Londres, y esto no ha cambiado con los avances industriales, de momento, es esa lluvia que viene sin avisar, ese aguacero que cae, de pronto, sin hacer ruido y que logra calarte hasta los huesos si previamente no has imitado a los habitantes autóctonos que siempre van con un paraguas bajo el brazo o un chubasquero doblado en el bolso o el maletín de ejecutivo en cualquier época del año. Poco importa que sea Otoño o verano, invierno o primavera, la lluvia hace acto de presencia lavando la cara de todo lo que encuentra a su paso. Recuerdo un día de una excursión no programada, surgió así, de la noche a la mañana. Encontramos unos fotos en una guía donde más allá de las típicas visitas londinenses (Big Ben, Tower Bridge …) nos llamó la atención un precioso templo hindú, el Shri Swaminarayan Mandir, situado al noroeste de Londres. La idea era ver el templo por la mañana, comer en cualquier pub de la zona y terminar viendo un palacete de estilo renacentista que estaba cerca del templo, aunque el concepto lejos-cerca queda claramente alterado cuando hablamos de una ciudad como Londres. El hecho es que aquella mañana de abril el cielo estaba totalmente despejado, el sol lucía e incluso te permitía la tregua de poder quitarte la chaqueta por la calle y llevarla colgada al hombro como si de una mochila se tratase. Después de que las cosas fueran saliendo tal y como las habíamos planeado la noche anterior nos dirigimos a contemplar los maravillosos jardines que rodeaban el palacete renacentista, con diferencia mucho más hermosos que este, algo decepcionante, sobretodo si tenemos en cuenta que nos tuvimos que conformar con disfrutarlo desde fuera, ya que nos habíamos metido “si saberlo” en una zona privada. De pronto, y sin permiso del sol que minutos antes había dominado durante horas el día, sin saber por dónde vinieron las nubes o en qué preciso instante cambió el cielo de color, un inmenso y chorreante aguacero nos sorprendió dando nuestro gozoso paseo entre árboles y puentes de madera, entre verde hierva y trozos de ramas que crujían a nuestro paso. Las chaquetas, impermeables en su mayoría, no daban abasto a dejar que el agua pasase de largo sobre ellas, evitando así que la tela, sedienta de llevar horas colgada en nuestros hombros, bajo el sol, bebiese de ella y poco a poco nos invadiera ese frío húmedo que nos hace pensar que nos hemos calado hasta los huesos, que el agua ya a traspasado nuestra alma, que está a punto de helarnos el corazón.
Como la lluvia de Londres, como esa inexplicable e impertinente manera de hacer acto de presencia en nuestras vidas, llega en ocasiones la tristeza, la desidia, la melancolía, la torpeza, la impotencia a nuestras vidas. Calándonos hasta los huesos, helando nuestro corazón, transformando nuestra mente en un Londres de libros y películas oscuras llenas de niebla donde ya no somos capaces de ver quien nos habla al otro lado. En ocasiones hay un motivo, existían unas nubes a lo lejos que nos decían que en cualquier momento tendríamos que mojarnos, otras, sin embargo, vienen sin avisar y no acertamos a comprender el motivo de ese estado anímico, de una manera u otra, nos vamos a mojar. Pasaremos frío, las gotas resbalarán por nuestra cara como lágrimas insaciantes y la mente estará tan ocupada por ordenarte correr para ponerte a salvo que olvidará la manera de disfrutar bailando bajo la lluvia. Es cierto, de todas maneras te vas a mojar, lo que hemos de preguntarnos a nosotros mismos es qué nos lleva una y otra vez a esas circunstancias cuando ya sabemos qué nos ocurre y seguimos negándonoslo. A todos nos ha caído una tormenta inesperada, todos nos hemos levantado tristes alguna vez sin saber el motivo, sin saber qué nos hace sentirnos así; quizá dura unas horas, un día nefasto, una conversación desagradable. Pero, cuando la lluvia lleva mojando tu cara demasiado tiempo, es absurdo seguir parado, bajo un árbol, esperando que el agua que cae sobre ti no te moje, porque lo está haciendo aunque mires para otro lado, porque hasta que no tomes la decisión de sincerarte contigo, y abrir tu paraguas, seguirás mojándote, seguirás pasando frío.